Presentación

Este relato de Julio Cortázar es uno de los más célebres de los elaborados por el autor argentino. Por su perfección, por su impecable estructura, por su brevedad, por su preciso estilo, éste ha sido un texto que ha aparecido en antologías, libros de texto, manuales y allí donde se ha querido mostrar un modelo de cuento perfecto. En este blog, integrado en el curso de la Universitat de Girona Maravilla, fantasía y absurdo en la literatura hispanoamericana, intentaremos adentrarnos en este inolvidable parque cortazariano.

Continuidad de los profesores

Analizar un relato como Continuidad de los parques nos permite evocar y citar a la profesora de la Universidad de Barcelona Rosa Navarro Durán; excelente estudiosa de la literatura de los Siglos de Oro, durante años impartió la asignatura Comentario literario de textos y en ella el análisis de este relato de Cortázar constituía un elemento recurrente. Para poder leer su detallado y lúcido análisis podemos ir a Navarro, La mirada al texto. Comentario de textos literarios, Ariel, Barcelona, 1995.
Cualquier análisis que se lleve a cabo sobre este relato partirá siempre de la aportación de la profesora Rosa Navarro y es de ley reconocer su magisterio y nuestra gratitud.

La primera frase

Había empezado a leer la novela unos días antes; la densidad y brevedad del relato nos obliga a quedarnos en esta primera frase que inaugura -y anuncia-todo el contenido posterior. No sabemos nada del protagonista y aunque en las frase siguientes algo más sabremos, la indefinición, la imprecisión alrededor de su identidad se va a convertir en requisito indispensable del texto. Sólo sabemos que es un lector y sobre eso va a girar todo el artefacto urdido por Cortázar; lo importante del personaje es que lee y como ente lector existe y se desarrolla. Sólo nos interesa saber que lee y saber qué lee. Ambas cosas las vamos a conocer. Como viajeros en un tren o en un metro que escudriñan qué esta leyendo el compañero de vagón, e incluso comparten casi clandestinamente la lectura, nosotros vamos a querer saber qué está leyendo el enigmático personaje del relato. Sólo sabemos que es un lector. En el momento en que empezamos a leer el texto, nosotros sólo somo eso: un lector.

El lector

En breves frases se nos da información certera y precisa sobre el lector: la primera y más importante, que es lector, y que éste es el rasgo que justifica su presencia en el texto. Lector que se ve obligado a abandonar el libro a causa de sus obligaciones profesionales pero lector que vuelve al texto de forma casi compulsiva. Sabemos que tiene negocios urgentes con lo que intuimos que se trata de alguien con notables responsabilidades, que tiene compromisos económicos que reclaman su presencia de forma ineludible. El perfil de hombre de elevada posición económica queda confirmado cuando se nos habla de cómo vuelve a su finca y de cómo en ella despacha con su apoderado -aspecto que presupone la posesión de un un patrimonio significativo- y con su mayordomo. La presencia del mayordomo es decisiva porque no sólo evidencia esta posición económica relevante ya intuida sino porque con él discute una cuestión de aparcerías y por lo tanto se sugiere que la finca en la que vive es lo suficientemente extensa como para tener arrendadas diversas secciones para uso agrícola o ganadero.
Sabemos que su finca tiene un estudio con una magnífica vista sobre el parque de los robles -la presencia de la palabra parque, ya formulada en el título, provoca una especial atención por nuestra parte- y que en él hay un elegante sillón de terciopelo verde, dispuesto frente a los ventanales y, por lo tanto, de espaldas a la puerta.

El parque de robles, el estudio, el mayordomo, la difusa condición de gentleman farmer del lector, el viaje en tren... todo ello da al texto un impreciso aire british que nos evoca, por ejemplo, el mundo de las ficciones ideadas por Agatha Christie, Emily Bronte, Daphne du Maurier o P.C Wren. El mundo del personaje-lector se convierte así, para el lector del relato, en un mundo literario, conocido a través de la lectura -o del cine-, literatura dentro de la literatura en una continuidad que está empezando a desencadenarse y que avanzará de forma irreversible.





La inmersión

El lector se sumerge en la lectura; y aquí el verbo sumergirse lo utilizamos en sentido metafórico y real pues el lector deja su mundo real y se zambulle en otra realidad. la de la ficción. El narrador se demora en explicar este tránsito casi mágico, y nos describe un lector arrellanado -ensanchado y extendido en su asiento-, viendo el mundo exterior como una intrusión, acariciando ese momento. La ilusión novelesca lo ganó -aquí en el sentido de conquistó-, la otra realidad vence y en ella se introduce el lector; aún hay un último momento antes de la inmersión definitiva en ese otro mundo, ficción y sueño, para despedirse del mundo real, para despedirse de lo que le rodeaba, un instante de duermevela en el que el lector es aún consciente de que está leyendo y de que está gozando de un placer casi perverso, de que descansa su cabeza en el terciopelo, de que los cigarrillos están allí, de que danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Es un instante último, una despedida antes de ser absorbido y entrar definitivamente en la otra orilla.
De forma singular, y para nada casual, el campo semántico de la lectura se ha impuesto de forma apabullante en este inicio del relato: leer, novela, trama, personajes, libro, capítulos, novelesca, línea a línea, palabra a palabra. Pero llega un momento en que la misma lectura desaparece; el lector ha entrado en la otra realidad y ha llegado el momento en que ya no hay palabras sino imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento. Significativamente el narrador ya no le llama lector, sino testigo.

La otra orilla

A partir de un momento, casi sólo existe la ficción. Desde que emerge la cabaña, el lector desaparece y, como él, quedamos absorbidos por una nueva realidad. Las palabras imponen un universo de amores prohibidos -encuentro, amante, besos, caricias, pasión, caricias, cuerpo, amante- y de crímenes pasionales -sangre, puñal, destruir, despiadado-; pero el narrador, hábil prestidigitador, no quiere que olvidemos que eso es una ficción: un diálogo anhelante corría por las páginas, nos recuerda en un momento determinado. Cortázar juega limpio, no nos engaña; otra cosa es que nosotros, lectores, hayamos sido abducidos por la ficción que está leyendo el protagonista del relato.
Esa ficción leída se nos aparece absorbente: amantes furtivos, amour fou, sangre y besos, proyecto criminal, premeditación minuciosa.... La historia parece emerger de un substrato alimentado quizás más por el cine que por la literatura: Rita Hayworth, Ava Gardner, Barbara Stanwyck o Veronica Lake vienen a la memoria acompañadas de Burt Lancaster, Fred MacMurray, Glen Ford o Alan Ladd. Cine y literatura, ficción multiplicada en la memoria de los lectores del relato.















Sólo una palabra, anochecer, como un eco remoto, nos recuerda que en otro mundo no muy lejano habíamos leído algo sobre alguien que leía cuando empezaba atardecer.

El camino hacia el fin

El segundo y último párrafo entra de lleno en la ficción de los dos amantes; ya no hay ninguna referencia al acto de la lectura, sólo existe la historia de la pasión furtiva y el crimen liberador. La narración se precipita y arrastra al lector, las frases se reducen, se encadenan las coordinadas copulativas -y no ladraron (...), y no estaba (...), y entró (...)- se acumulan las polípotes -no debían ladrar, y no ladraron (...), no estaría a esa hora, y no estaba-. El ritmo narrativo se precipita y la sangre -otra vez la sangre-, galopa, como el corazón del asesino, como nuestro corazón de lectores que sabemos cómo se aproxima un desenlace inexorable. Atrapados definitivamente en esa trama criminal, en medio de ese frenesí, algo resuena en nuestra memoria de forma inquietante: unos árboles, el crepúsculo, el mayordomo... Un eco remoto que quizás nos pasa inadvertido pero que, quén sabe, quizás siembra en nuestro ánimo una extraña inquietud.

La finca

Cuando el desenlace es inminente, el narrador se detiene en realizar una detallada descripción de la casa: sabemos que una alameda conduce hasta la casa, que tiene perros guardianes y que entre el servicio destaca la presencia de un mayordomo. La casa, que imaginamos ya finca señorial, tiene un porche al que se accede tras subir tres peldaños; en la planta baja hay una sala azul, una galería y una escalera alfombrada; subiendo por ella se accede a dos puertas que dan acceso a dos habitaciones y a un salón.
Cortázar, una vez más, otorga a la casa un valor esencial en el texto; la casa es alfa y omega, principio y final. cuando entendemos que la casa del final es la casa del principio, el cuento estalla y nos deslumbra con su desenlace.

El desenlace

Hasta prácticamente la última frase del texto, éste no se resuelve. Vuelve a aparecer una palabra que nos resuena en la mente -ventanales- pero no es hasta la aparición del alto respaldo de un sillón de terciopelo verde que se produce el fogonazo en nuestra conciencia; sólo en ese momento se produce la comprensión plena del relato, una emoción casi onírica confirmada con la aparición de la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

El juego del escritor

Cortázar ha jugado hábilmente con nuestras expectativas de lectores; con habilidad y sigilo nos ha llevado al territorio de lo fantástico sin que nosotros nos diésemos cuenta. Cuando casi en la última frase del relato nos ha mostrado cómo se había producido el tránsito de lo real a lo fantástico, la sorpresa y el pasmo se han apoderado de nosotros, pero no ha habido tiempo para más. El cuento se ha acabado dejándonos una extraña emoción similar a la que se produce cuando evocamos un sueño remoto perdido en la memoria o experimentamos un dejà vu.
Para conseguir este efecto, Cortázar ha dispuesto los elementos con precisión de orfebre y ha sabido engañarnos con pericia, y hablamos de engaño pues algo de juego de manos, de ejercicio de prestidigitación, tiene este relato. En las entradas precedentes hemos querido subrayar cómo el texto, a la hora de crear unos escenarios, bebía de la tradición anglosajona, de unas determinadas novelas inglesas y del cine negro americano; ello era fundamental para el engaño. Entrando en la vida del lector-hacendado o en la de los amantes furtivos entrábamos de golpe en un mundo que anidaba en nuestra memoria, en unos escenarios que lecturas y visionados previos ya habían edificado como marco mental; reconocíamos la finca en medio de la campiña inglesa y a los dos amantes devorados por la pasión. En esa anagnórisis entrábamos de lleno en la ficción y nos dejábamos arratrar por ella: cruzábamos la frontera entre realidad y ficción y nos sumergíamos de lleno en la segunda.
Una vez dentro, la historia melodramática de los dos amantes y su crimen era lo único que existía; había desaparecido el lector-hacendado igual que ha desaparecido el mundo exterior que nos rodea a nosotros, lectores. Aunque el narrador nos daba alguna pista -la palabra mayordomo, la referencia al atardecer...-, éste sabía controlar la información y retener los elementos hasta el terciopelo verde.
Una palabra es clave para entender todo el juego del escritor: alameda. Sabíamos que los robles rodeaban la finca del lector-hacendado y este detalle, quizás por la sonoridad de la palabra, había quedado guardado en nuestra memoria. Cuando el amante criminal se acerca a la casa se habla de una alameda, no de esos robles. Cortázar, jugando con el lector, sabe que si en ese momento hubiese hablado de robles el lector atento habría advertido la concordancia; era necesario callar los robles para que siguiésemos leyendo el cuento en nuestro sillón de terciopelo verde, dando la espalda a la sorpresa que se acercaba, agazapada, y que se mostraba en la última frase del relato.