El juego del escritor

Cortázar ha jugado hábilmente con nuestras expectativas de lectores; con habilidad y sigilo nos ha llevado al territorio de lo fantástico sin que nosotros nos diésemos cuenta. Cuando casi en la última frase del relato nos ha mostrado cómo se había producido el tránsito de lo real a lo fantástico, la sorpresa y el pasmo se han apoderado de nosotros, pero no ha habido tiempo para más. El cuento se ha acabado dejándonos una extraña emoción similar a la que se produce cuando evocamos un sueño remoto perdido en la memoria o experimentamos un dejà vu.
Para conseguir este efecto, Cortázar ha dispuesto los elementos con precisión de orfebre y ha sabido engañarnos con pericia, y hablamos de engaño pues algo de juego de manos, de ejercicio de prestidigitación, tiene este relato. En las entradas precedentes hemos querido subrayar cómo el texto, a la hora de crear unos escenarios, bebía de la tradición anglosajona, de unas determinadas novelas inglesas y del cine negro americano; ello era fundamental para el engaño. Entrando en la vida del lector-hacendado o en la de los amantes furtivos entrábamos de golpe en un mundo que anidaba en nuestra memoria, en unos escenarios que lecturas y visionados previos ya habían edificado como marco mental; reconocíamos la finca en medio de la campiña inglesa y a los dos amantes devorados por la pasión. En esa anagnórisis entrábamos de lleno en la ficción y nos dejábamos arratrar por ella: cruzábamos la frontera entre realidad y ficción y nos sumergíamos de lleno en la segunda.
Una vez dentro, la historia melodramática de los dos amantes y su crimen era lo único que existía; había desaparecido el lector-hacendado igual que ha desaparecido el mundo exterior que nos rodea a nosotros, lectores. Aunque el narrador nos daba alguna pista -la palabra mayordomo, la referencia al atardecer...-, éste sabía controlar la información y retener los elementos hasta el terciopelo verde.
Una palabra es clave para entender todo el juego del escritor: alameda. Sabíamos que los robles rodeaban la finca del lector-hacendado y este detalle, quizás por la sonoridad de la palabra, había quedado guardado en nuestra memoria. Cuando el amante criminal se acerca a la casa se habla de una alameda, no de esos robles. Cortázar, jugando con el lector, sabe que si en ese momento hubiese hablado de robles el lector atento habría advertido la concordancia; era necesario callar los robles para que siguiésemos leyendo el cuento en nuestro sillón de terciopelo verde, dando la espalda a la sorpresa que se acercaba, agazapada, y que se mostraba en la última frase del relato.

1 comentario:

Unknown dijo...

Muy buen análisis! me encantó!