A partir de un momento, casi sólo existe la ficción. Desde que emerge la cabaña, el lector desaparece y, como él, quedamos absorbidos por una nueva realidad. Las palabras imponen un universo de amores prohibidos -encuentro, amante, besos, caricias, pasión, caricias, cuerpo, amante- y de crímenes pasionales -sangre, puñal, destruir, despiadado-; pero el narrador, hábil prestidigitador, no quiere que olvidemos que eso es una ficción: un diálogo anhelante corría por las páginas, nos recuerda en un momento determinado. Cortázar juega limpio, no nos engaña; otra cosa es que nosotros, lectores, hayamos sido abducidos por la ficción que está leyendo el protagonista del relato.
Esa ficción leída se nos aparece absorbente: amantes furtivos, amour fou, sangre y besos, proyecto criminal, premeditación minuciosa.... La historia parece emerger de un substrato alimentado quizás más por el cine que por la literatura: Rita Hayworth, Ava Gardner, Barbara Stanwyck o Veronica Lake vienen a la memoria acompañadas de Burt Lancaster, Fred MacMurray, Glen Ford o Alan Ladd. Cine y literatura, ficción multiplicada en la memoria de los lectores del relato.
Sólo una palabra, anochecer, como un eco remoto, nos recuerda que en otro mundo no muy lejano habíamos leído algo sobre alguien que leía cuando empezaba atardecer.
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