El lector se sumerge en la lectura; y aquí el verbo sumergirse lo utilizamos en sentido metafórico y real pues el lector deja su mundo real y se zambulle en otra realidad. la de la ficción. El narrador se demora en explicar este tránsito casi mágico, y nos describe un lector arrellanado -ensanchado y extendido en su asiento-, viendo el mundo exterior como una intrusión, acariciando ese momento. La ilusión novelesca lo ganó -aquí en el sentido de conquistó-, la otra realidad vence y en ella se introduce el lector; aún hay un último momento antes de la inmersión definitiva en ese otro mundo, ficción y sueño, para despedirse del mundo real, para despedirse de lo que le rodeaba, un instante de duermevela en el que el lector es aún consciente de que está leyendo y de que está gozando de un placer casi perverso, de que descansa su cabeza en el terciopelo, de que los cigarrillos están allí, de que danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Es un instante último, una despedida antes de ser absorbido y entrar definitivamente en la otra orilla.
De forma singular, y para nada casual, el campo semántico de la lectura se ha impuesto de forma apabullante en este inicio del relato: leer, novela, trama, personajes, libro, capítulos, novelesca, línea a línea, palabra a palabra. Pero llega un momento en que la misma lectura desaparece; el lector ha entrado en la otra realidad y ha llegado el momento en que ya no hay palabras sino imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento. Significativamente el narrador ya no le llama lector, sino testigo.
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